Corso
Me acuerdo que este verano conocí a un caballo muy simpático. Se llamaba Corso, y vivía en la granja con un par de colegas suyos.
Yo fui al lugar por motivos de trabajo, con unos 90 niños que iban a pasar el día con los caballos. Si te digo la verdad, nunca había visto un caballo, y al ver las bestiolas de semejante tamaño me asusté un poco porque pensé que con esos dientes feroces podrían morderme o escupirme un ojo, pero no fue así.
Todo empezó cuando el señor Paco nos presentó a Sofía y a Mayte, de 16 y 17 años respectivamente.
-¡Son las dos profesoras de equitación!- nos dijo Paco- ¡Y montan muy bien!.....
Llegado a este punto yo y un par de los colegas que me acompañaban sospechamos de la relación que tenían este señor y sus discípulas, pero en cualquier caso, este tema no es de nuestra incumbencia.
La toma de contacto con el animal consistió en dar una vuelta al circuito caminando a su lado. Me acerqué sigilosamente y el animal abrió sus fauces dejándome ver su caja piños provocando en mi sentimiento de pánico (¡que me muerde!) pero hay veces en la vida en que uno debe ser fuerte y disimular la cara de terror. Le cogí las riendas y empecé a andar, y sorprendentemente, el animal siguió mi paso. Así iba yo andando con Corso de la mano y pensando que todo iba muy bien, cuando súbitamente al animal le entró sed y se desvió de la ruta.
-¡Ay que se me rebota el caballo!¡Que se me rebota!- Y el animal sabía dónde se dirigía. Doblando la esquina encontré una bañera llena de agua y Corso se paró a beber. Cuando terminó se me quedó mirando con esa cara suya de despiste.
-¿Ya? -le pregunté
-Sí. - me respondió Corso. No me preguntéis como lo hizo, pero la cuestión es que me lo dijo con su lenguaje caballuno.
-Pues ale.
Y ambos seguimos compartiendo nuestro camino.
Las siguientes horas las ocupamos dando vueltas al circuito subiendo a lomos de Corso a cada uno de los niños que habían venido.
Aunque en realidad lo que siempre había querido él era correr libre por el campo. En su juventud había intentado escaparse alguna que otra vez, me contaba, y aunque lograba romper la valla electrificada y saltarla siempre lo acababan encontrando porque no suele pasar desapercibido por las fincas ajenas. Se le ponía cara de melancolía y los ojitos brillantes cuando recordaba sus momentos de gloria, pero seguidamente volvía a mirar el polvo del camino y sacudiendo su oreja espantaba algún abejarruco zumbante diciéndole, ¡quita, coño!.
Cuando los niños acabaron de montar a caballo y marcharon hacia la piscina, Corso me dijo, fue un placer. Y yo no dije nada, pero también se lo dije. Siempre es un placer hablar con un caballo bayo. Lo habría abrazado de no ser por el moco gigante que salía de su nariz, pero él sabe que lo aprecio tal como es aunque no se lo demuestre. Pues al fin y al cabo, la historia de Corso es nuestra misma historia. La historia de siempre.
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